Una tarde, dejando ya de ser tarde sin empezar a se de noche, salí a repartir un tratado que había preparado sobre cómo llegar al Cielo desde San Sebastián de las Vegas del Pepino. En el camino encontré a uno de mis antiguos compañeros de barra, ya bastante entradito en tragos. No podía faltar el abrazo de antaño, ni el obligado saludo de ¿qué estás haciendo ahora?.
Conocí a Cristo -le dije-, de hecho estoy repartiendo esta información sobre cómo llegar al Cielo desde San Sebastián. Su risotada resonó en mis oídos con más fuerza que cuando era yo quien me reía de los Cristianos.
Así que ahora eres un Pastorcito, me dijo en tono de burla. Pues quiero que sepas que yo estoy ya más alto que el Cielo, mucho más elevado, con casi un litro de whisky que me he metido al cuerpo.
Esto no es cosa de juegos -le dije. Hay Esperanza y Vida en Cristo. Mírame a mí. Cristo cambió mi vida.
Y con más alcohol en el aliento del que podía haber en la botella que tenía en sus manos me respondió: -Yo soy más cristiano que tú. Y al gritármelo a la cara, me mostraba un crucifijo que llevaba colgado al cuello.
No sé si fue la rabia o el amor de Cristo quien me hizo hablar, pero casi en el mismo tono de voz que usó él conmigo, o tal vez más fuerte le dije: -¿Es que no te das cuenta de que te estás bebiendo la comida de tus hijos, el pago de tu casa, la ropa de tu esposa que trabaja como una esclava?
Al mirar a mi alrededor me di cuenta de que la gente me miraba con asombro, y hasta recuerdo haber escuchado a más de uno decir: Oye como le grita, y eso que es Cristiano. Me marché de aquel lugar con mi orgullo herido. Mi exabrupto no era testimonio de un Cristiano. Sentía dolor, coraje, rabia por aquel amigo que estaba lleno de alcohol y vacío de Dios, de aquel que se iluminaba con el alcohol y se alimentaba con la superstición de un crucifijo como si fuera un amuleto que le protegería de su destino fatal. Tan sólo pude decirle antes de marchar: -Si en vez de llevar a Cristo colgado del cuello lo llevaras en tu corazón, otra cosa sería tu vida.
Semanas más tarde, mientras caminaba por el pueblo vi a lo lejos venir a la esposa de aquel, a quien creía había puesto en ridículo ante sus amigos. Cabizbajo intenté cambiar de acera para que no me viera, mas ella también hizo lo propio. Tenía que estar molesta, sabía que le habían contado del incidente. Viendo que no podía escapar de la tormenta decidí hacer frente con orgullo a la imaginaria ira de aquella acaso ofendida mujer.
Al llegar frente a mí, me miró fijamente a los ojos, y en sus labios se formó la más dulce sonrisa que ser humano hay podido ver, al tiempo que extendía sus brazos para abrazarme. Ya con sus brazos alrededor de mi cuello susurrome al oído: Gracias, gracias por lo que has hecho, como dicen ustedes los cristianos, has cambiado mi lamento en baile. Esa noche cuando mi esposo llegó a la casa estaba llorando y con lágrimas en sus ojos pidiome perdón y llamando a los nenes les prometió que ya nunca más volvería a usar el alcohol. No vamos a una iglesia Evangélica como tú, pero puedo asegurarte que ahora servimos al mismo Cristo porque está en nuestros corazones.
Al verla alejarse recordé a Juan el Bautista y su «Generación de víboras, quién les enseñó a huir de la ira que vendrá» Comprendí que El mensaje de Salvación no se predica con palabras azucaradas ni con palabras fuertes. Que únicamente hay que dejarse llevar y el Espíritu de Dios nos guiará y en nuestros labios pondrá la palabra que haga falta.
Más adelante me encontré con un amigo que venía dando tumbos. Al sacar mi mano del bolsillo tenía en ella uno de los tratados de cómo llegar al cielo desde San Sebastián. Puse mi mano alrededor de sus hombros y humildemente le dije: «Cuéntame de tu Dios que yo te contaré del mío».