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En cierta ocasión una amorosa madre salvó a su hijita del incendio producido en su casa, pero sufrió gravísimas quemaduras en sus manos y brazos. Cuando la niña creció, ignorando qué provocó las terribles cicatrices en las manos de su madre, sintió vergüenza de su mamá cuando ella saludaba a alguien y tenía que mostrar las cicatrices. Llegó al punto de exigir a su madre que se comprara unos guantes y los usara en toda ocasión para cubrir aquellas horribles manos.

Un día, la hija le preguntó a su madre cómo fue que sus manos quedaron tan deformadas. Por primera vez la madre le relató la historia de cómo había salvado con aquellas manos la vida de su hijita. La hija rompió a llorar con lágrimas de asombro, gratitud y vergüenza. Comprendió cómo por su ignorancia había ofendido y rechazado a su mamá. Con lágrimas rodando por sus mejillas dijo:

«¡Oh, mamá! ¡Tus manos son las más bellas del mundo! ¡Nunca más las escondas!»

La cruz y la sangre de Cristo parecen un tema desagradable para muchas personas que no comprenden lo que significan. Para los creyentes son elementos preciosos de salvación y vida eterna.

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