Colosenses 3: La vida de la resurrección

Lo que queda atrás

Así es que haced morir esa parte de vosotros que es terrenal fornicación, inmundicia, pasión, malos deseos, el deseo de obtener más de lo que nos corresponde- porque esto es una forma de idolatría que hace que la ira de Dios caiga sobre los desobedientes. Era a estas cosas a las que vosotros dedicabais vuestra vida en otro tiempo, cuando vivíais entre ellas; pero ahora os debéis despojar de todas esas cosas – rabia, genio, malicia, calumnia, expresiones soeces que salen de vuestra boca. No os mintáis unos a otros.

Aquí tiene lugar el cambio que siempre se produce en las cartas de Pablo: después de la teología viene la demanda ética.

Pablo podía pensar más profundamente que ninguna otra persona que haya tratado nunca de expresar la fe cristiana; podía recorrer sendas inexploradas de pensamiento; podía escalar cimas de contemplación por las que a los teólogos mejor equipados les resulta difícil seguirle; pero siempre, al final de sus cartas, volvía a las consecuencias de todo aquello. Siempre terminaba con una exposición ineludible y clara de las demandas éticas del Evangelio en la situación en que se encontraban entonces sus amigos.

Pablo empieza con una demanda enérgica. El Nuevo Testamento no vacila nunca en exigir con cierta violencia la total eliminación de todo lo que está contra Dios. La Biblia del Oso traducía así la primera parte de esta sección: «Mortificad pues vuestros miembros que están sobre la tierra.» En el español de tiempo de Cervantes eso estaba suficientemente claro; pero ha perdido algo de su fuerza en el lenguaje moderno, lo mismo que el amortiguad de las primeras revisiones de la ReinaValera.

Ahora mortificar la carne quiere decir practicar una disciplina ascética y de autonegación; pero eso no es suficiente. Lo que Pablo está diciendo es: «Dad muerte a cualquier parte de vuestro yo que esté contra Dios y os impida cumplir Su voluntad.»

Sigue la misma línea de pensamiento que en Romanos 8:13: «Porque si vivís conforme a la carne, moriréis; pero si por el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis.» Y es exactamente lo que Jesús demandaba: que se cortara una mano o un pie o se sacara un ojo cuando impulsaran al pecado (Mateo 5:29s).

Podemos expresar esto de una manera más actual, como hace C. F. D. Moule. El cristiano debe matar su egotismo, y dar por muertos todos sus deseos y ambiciones egoístas. Debe haber en su vida una transformación radical de voluntad y un desplazamiento radical del yo del centro de su universo. Todo lo que le impidiera obedecer plenamente a Dios y rendirse totalmente a Cristo ha de ser eliminado quirúrgicamente.

Pablo procede a hacer una lista de algunas de las cosas que los colosenses deben suprimir de su vida.

La fornicación y la inmundicia tienen que desaparecer. La castidad fue la única virtud totalmente nueva que aportó el Cristianismo al mundo. En el mundo antiguo, las relaciones sexuales antes o fuera del matrimonio se consideraban normales y eran práctica aceptada. El deseo sexual se consideraba que había de gratificarse, no de controlarse. Esa es una actitud que no nos es extraña hoy en día, y que se defiende a menudo con extensos razonamientos. En su autobiografía, Memoria a memoria, Sir Amold Lunn dedica un capítulo al famoso filósofo Cyril Joad, al cual conocía muy bien. Antes de convertirse al Cristianismo Joad podía escribir: « El control de la natalidad (quería decir el uso de preservativos) aumenta las posibilidades de placer humano. Al permitir que los placeres del sexo se disfruten sin sus consecuencias indeseadas se ha eliminado el más formidable impedimento, no solamente para el uso regular de la relación sexual, sino también para el uso irregular… El clérigo medio se escandaliza y enfurece ante la perspectiva de placeres ilimitados sin remordimientos ni consecuencias que el control de la natalidad ofrece a los jóvenes; y si pudiera, lo impediría.» Hacia el final de su vida Joad regresó a la religión y volvió a la familia de la Iglesia; pero no fue sin lucha, y fue la insistencia de la Iglesia Cristiana en la pureza sexual lo que le retuvo mucho tiempo de hacer su decisión final. «Es un gran paso –decía-, y no me puedo convencer de que la actitud rigurosa en cuanto al sexo que la Iglesia considera necesario adoptar está realmente justificada.» Pero la ética cristiana insiste en la castidad porque considera que la relación física entre los sexos es algo tan precioso que no se debe permitir un uso indiscriminado que acabaría por deteriorarla.

Estaban la pasión y los malos deseos. Hay un tipo de persona que es esclava de las pasiones (pathos) y que es llevada de acá para allá por el deseo de lo que no es debido (epithymía).

Está el pecado que la Reina-Valera llama avaricia (pleonexía). Pleonexía es uno de los pecados más feos; pero, aunque está suficientemente claro lo que quiere decir, no es ni mucho menos tan fácil encontrar una sola palabra para traducirlo. Viene de dos palabras griegas: la primera parte, de pleon, que quiere decir mas, y la segunda parte, de éjein, que quiere decir tener.

Pleonexía es básicamente el deseo de tener más. Los griegos lo definían como un deseo insaciable, y decían que era como tratar de llenar de agua un recipiente que tuviera un agujero en el fondo. Lo definían como el deseo pecaminoso de lo que pertenece a otros. Se ha descrito como egoísmo despiadado. Su idea básica es el deseo de lo que uno no tiene derecho a poseer. Es, por tanto, un pecado que tiene una gama muy amplia. Es el deseo de dinero que conduce al robo; de prestigio, que lleva a una ambición desmedida; de poder, que inspira una tiranía sádica; si es el deseo de poseer a una persona, induce al pecado sexual. C. F. D. Moule lo describe bien como «lo contrario del deseo de dar.»

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