Clavan a Jesús en la cruz

Desde la Cruz Jesús nos está diciendo: «Así ama Dios, con un amor sin límites que acepta cualquier sufrimiento.»

Cuando se llegaba al lugar de la ejecución, se dejaba la cruz en el suelo. Lo corriente era que tuviera la forma de una T sin nada para que reposara la cabeza. Era bastante baja, de forma que los pies del criminal estaban a poca distancia del suelo. Había un grupo de mujeres de Jerusalén que tenían costumbre de ir a las crucifixiones para darle al reo un trago de vino con drogas para que sintiera menos el horror del suplicio. También se lo ofrecieron a Jesús, pero Él lo rechazó (Mateo 27:34). Estaba decidido a sufrir la muerte hasta lo sumo, con la mente despejada y los sentidos despiertos. Los brazos del reo se extendían sobre el travesaño, y se le clavaban las manos; los pies no se solían clavar, sino sólo atar. En medio del poste había a veces una protuberancia, que llamaban la silla, que aguantaba el peso del reo para que no se rasgaran las manos. Entonces se levantaba la cruz y se afirmaba en un agujero del suelo. Lo terrible de la crucifixión era que el dolor del suplicio era inmenso, pero no producía la muerte, que llegaría a consecuencia del hambre, la sed, el frío, el calor, a veces después de muchas horas y aun días.

Se sabe de algún caso en el que el criminal se mantuvo vivo toda una semana, hasta que murió con señales indudables de locura.

La ropa del criminal se la quedaban como compensación los cuatro soldados que le habían escoltado hasta el patíbulo. Los judíos tenían cinco artículos de ropa: la túnica interior, la exterior, el cinto, las sandalias y el turbante. Cuatro se las dividieron entre los cuatro soldados, y quedaba la túnica exterior que, en el caso de la de Jesús, estaba tejida de una pieza, sin costura (Juan 19:23, 24). El haberla cortado para repartirla habría sido echarla a perder; así es que los soldados se la echaron a suertes a la sombra de la cruz. No les inquietaba el que, a poca distancia, un reo estaba agonizando lenta y horriblemente.

El cartel que se ponía en la cruz era el mismo que se había exhibido durante la marcha. Jesús dijo muchas cosas maravillosas, pero tal vez ninguna tanto como: «¡Padre, perdónalos, que no saben lo que están haciendo!» El perdón cristiano es algo extraordinario. Cuando estaban matando a pedradas a Esteban, él oraba: «Señor, no les tomes en cuenta este pecado» (Hechos 7: 60). No hay nada más extraño ni más precioso que el perdón cristiano. Cuando el resentimiento amenaza con inundarnos el corazón de amargura, escuchemos otra vez al Señor pidiendo el perdón de los que le estaban crucificando, y a su siervo Pablo diciéndoles a sus amigos: «Mostraos comprensivos, compasivos con los demás, dispuestos siempre a perdonar a los que os hayan ofendido, de la manera que Dios nos ha perdonado mucho más a nosotros por medio de Jesucristo» (Efesios 4:32).

La idea de que aquel, el más horrendo crimen de la humanidad, se cometió por ignorancia, aparece en todo el Nuevo Testamento. Pedro le dijo a la gente pocos días después: « Sé que lo habéis hecho por ignorancia» (Hechos 3:17). Pablo dijo que habían crucificado a Jesús porque no le habían reconocido (Hechos 13:27). Marco Aurelio, el gran emperador romano estoico, solía decirse todas las mañanas: « Hoy te vas a encontrar con toda clase de gente desagradable: te harán daño, te injuriarán, te insultarán…; pero tú no puedes hacerles lo mismo, tú sabes más, tú eres un hombre en quien mora el Espíritu de Dios.» Otros puede que tengan el corazón lleno de resentimiento, y otros pecarán por ignorancia; pero nosotros sabemos más. Somos hombres y mujeres de Cristo, y debemos perdonar como Él perdonó.

No había una muerte peor que la crucifixión. Hasta los romanos la miraban con horror. Cicerón declaraba que era « la muerte más cruel y aterradora.» Tácito dijo que era «una muerte denigrante.» Fue en su origen un método persa de ejecución.

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