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Cajita blanca

Hace una semana me encontraba en la sala de espera del área de urgencias, mi esposa había ingresado con dolores de parto, nervioso y preocupado esperaba que terminaran de prepararla para el quirófano. En ese tiempo una ambulancia se estacionó a la entrada de la sala de urgencias, una camilla fue bajada del primer piso, en ella una señora con un gran parche en la cabeza, con la mirada perdida y abatida por el dolor tal vez. Detrás de ella, una caravana de personas acompañadas por el dolor y el llanto; poco a poco fue introducida a la ambulancia y abandonó el hospital. Entre murmullos y morbosidad, una enfermera le contaba a un guardia del hospital lo ocurrido, la señora estaba embarazada y tuvo un accidente automovilístico, su bebé había muerto.

En ese instante mi esposa salía en camilla rumbo al quirófano, había escuchado el llanto y los gritos de dolor y me preguntó:

— ¿Qué pasa amor?

— Nada.

Le di un beso y la acompañé hasta la sala de espera del quirófano, nuevamente era presa del nerviosismo y la espera. Minutos más tarde me dieron la gran noticia, mi esposa estaba bien y había llegado un nuevo ser a nuestras vidas; un bebé varón de ocho libras de vida y felicidad. Al siguiente día en lo que llamé el carrito de la felicidad –carro cuna–, nos llevaron por primera vez a nuestro bebé. Recuerdo que lo tomé con ambas manos, levanté mi vista hacia arriba agradeciendo a Dios este regalo, lo cargué hacia mí y le di un gran beso. Me siento el hombre más afortunado de la tierra, pensé. Al día siguiente mi esposa fue dada de alta y nos fuimos a nuestro hogar.

Ayer fui solicitado a una de esas citas en las que quisiéramos nunca estar, un funeral. Era de un familiar de mi esposa y amigo mío. No tenía con quien dejar a mis dos hijos, así que decidí llevarlos. En el camino compré un ramo de flores blancas y se las di a mi hija. No podía entrar con mis hijos hasta el final del cortejo fúnebre, así que decidí adelantarme y esperarlo hasta la entrada del panteón. De frente al cortejo, lo vi acercarse muy lentamente como queriendo nunca llegar, al frente venían varios niños vestidos de blanco con un ramo de flores, detrás de ellos dos personas cargaban una mesa de apenas un metro de ancho cubierta por una manta blanca, en el centro una pequeña cajita blanca que llevaba el tesoro más grande que un hombre quisiera tener, un bebé. Marcos, mi amigo y padre del angelito que le había sido arrebatado al nacer, entre el dolor y el llanto escoltaba aquella cajita blanca; finalmente llegó a la entrada del campo santo, la caravana se detuvo y la banda de música guardó silencio; el viento azotaba contra las paredes llevándose el polvo y el pastizal levantado, como molesto por el angelito caído. Marcos tomó la cajita con ambas manos, levantó su mirada al cielo y la llevó hacia él dándole un beso de despedida. Una lágrima rodó sobre mi mejilla; mi mente me llevó inmediatamente a aquel momento en el que había hecho lo mismo pero con diferente motivo. El corazón se me arrugó, mi hija me preguntó qué me pasaba; sólo la abracé y le dije que la quería.

Cuando llegues a tu casa, si tienes hijos, quiero que les des un fuerte abrazo y un beso; y si aún no los tienes, pídele a Dios que te deje tener ese tesoro que llena la vida y el alma, pero sobre todo dale gracias a Dios por cada segundo de vida que te da a ti y a tus seres queridos, ya que seguramente en estos momentos alguien no ha tenido esa oportunidad.

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