Las casas de los japoneses tienen, normalmente, un espacio hueco entre las paredes de madera.
Mientras cierta persona echaba abajo los muros de su casa, se dio cuenta de que allí había una lagartija inmóvil, porque un clavo, desde fuera, le había atravesado una de sus patitas y la había hecho permanecer fija en la pared.
El dueño de la casa, viendo esto, sintió, al mismo tiempo, piedad y curiosidad. Cuando estudió el clavo, quedó pensativo… El clavo había sido clavado hacía diez años, cuando la casa fue construida.
¿Qué habría ocurrido entonces? ¡La lagartija había sobrevivido en esa posición durante diez años! ¡En un oscuro muro en esa posición durante diez años sin moverse! ¡Era imposible, inimaginable!
Entonces, aquella persona se preguntó cómo esta lagartija habría podido sobrevivir durante diez años sin dar un solo paso ¡si desde entonces su patita estaba clavada allí!
Así que dejó de trabajar y observó a la lagartija, preguntándose qué podía haber hecho y cómo había conseguido alimentarse.
Y allí estaba reflexionando cuando de pronto, sin saber de dónde venía, apareció otra lagartija, con alimento en su boca, y se lo dio a la que estaba clavada.
El hombre quedó aturdido y emocionado al mismo tiempo. ¡Otra lagartija había estado alimentando durante diez años a la que permanecía clavada en la pared… una lagartija había sido alimentada por la otra, incansablemente, durante diez largos años, sin que ninguna perdiera la esperanza en su compañera.
Si una criatura tan pequeña como una lagartija puede amar así… Imagínense cómo podemos nosotros amar si lo intentamos.