Es necesario leer este pasaje en conjunto antes de empezar a estudiarlo en detalle. R. H. Charles cita a Christina Rossetti: «El Cielo se le revela a la Tierra como la patria de la música.» Aquí tenemos el más impresionante coro de alabanza que escuchará jamás el universo. Llega en tres oleadas. Primero está la alabanza de los cuatro seres vivientes y de los veinticuatro ancianos. Aquí vemos a la Naturaleza y a la Iglesia unidas en la alabanza del Cordero. Luego se produce la alabanza de las miríadas de ángeles. Aquí tenemos a todos los habitantes del Cielo elevando sus voces en alabanza. Y después, Juan ve a toda la creación, en todo el universo, desde su más profunda sima hasta su más remoto confín, cantando alabanzas.
Aquí vemos que el Cielo y la Tierra y todo lo que hay en ellos está diseñado para alabar a Jesucristo; y se nos otorga el privilegio de unir nuestras voces y vidas a este coro de alabanza, que estará incompleto mientras falte en él una sola voz.
Las oraciones de los santos
La primera sección del coro de alabanza es el himno de los cuatro seres vivientes y de los veinticuatro ancianos; que, como ya hemos visto, representan respectivamente todo lo que hay en la Naturaleza y en la Iglesia universal.
La figura de los ancianos es interesante. Tienen arpas. El arpa era el instrumento tradicional para cantar los salmos. «Aclamad al Señor con arpa,» dice el salmista (Salmo 33:2). «Cantad salmos al Señor con arpa; con arpa y voz de cántico» (Salmo 98:5). «Cantad al Señor con alabanza, cantad con arpa a nuestro Dios» (Salmo 147:7). El arpa representa la música de alabanza tal como la conocían los judíos.
Los ancianos tenían también copas de oro llenas de incienso; y el incienso representa las oraciones de los que están consagrados a Dios. El comparar las oraciones con el incienso procede también de los Salmos. «Suba mi oración delante de Ti como el incienso, el don de mis manos como la ofrenda de la tarde» (Salmo 141:2). Pero lo más significativo es la idea de los intermediarios en la oración. En la literatura judía posterior, esta idea de los intermediarios celestiales que Le presentan a Dios las oraciones de los fieles es muy corriente. En el Testamento de Dan 6:2 leemos: « Acercaos a Dios y al ángel que intercede por vosotros, porque él es el mediador entre Dios y el hombre.»
El principal de todos ellos es el arcángel Miguel, « el piadoso y paciente» (1 Henoc 40:9). Se dice que desciende diariamente al quinto cielo para recibir las oraciones de las personas y presentárselas a Dios (3 Baruc 11). En Tobías es el arcángel Rafael el que presenta a Dios las oraciones humanas: «Yo soy Rafael, uno de los siete ángeles santos, que presento las oraciones de los santos, y que entro y salgo ante la gloria del Santo Dios» (Tobías 12:15). Es Gabriel el que le dice a Henoc: «Te juro que en el Cielo los ángeles te tienen presente delante de la gloria del Grande» (1 Henoc 104:1). Algunas veces son los ángeles guardianes los que Le presentan a Dios las oraciones de los hombres; y se dice que a ciertas horas cada día se abren las puertas para recibir las oraciones (Apocalipsis de Pablo 7:1). Algunas veces todos los ángeles -o, como se los llama en Henoc, Los Vigilantes- están ocupados en su tarea. Es a «los Santos del Cielo» a los que las almas humanas presentan sus quejas clamando por justicia (1 Henoc 9:3). Los Vigilantes tienen la obligación de interceder por los hombres (1 Henoc 15:2). Como ya hemos visto, los ángeles se ocupan de los seres humanos para hacerles bien (1 Henoc 104:1). Algunas veces parece que los muertos benditos comparten esta tarea. Los ángeles y los santos en sus lugares de reposo interceden por los hijos de los hombres (1 Henoc 39:6). Hay algo que decir de la creencia en los intermediarios celestiales.
(i) En cierto sentido es una idea que nos anima. No estamos solos, por así decirlo, cuando oramos. Ninguna oración puede tener los pies pesados ni las alas de plomo si tiene a toda la ciudadanía del Cielo para ayudarla a elevarse hasta Dios.
(ii) Desde otro punto de vista nos parece totalmente innecesario. Tenemos delante una puerta abierta que nadie nos puede cerrar; las oraciones humanas no necesitan ninguna ayuda, porque el oído de Dios está atento para captar el más leve susurro de apelación.