En nuestras relaciones personales, una palabra de advertencia o de reprensión salvaría a menudo a un hermano del pecado y del naufragio. Pero, como ha dicho alguien, esa palabra tiene que darse como « de un hermano corrigiendo a su hermano.»
Tiene que darse con la conciencia de una común culpabilidad. No nos corresponde colocámos por encima de nadie como jueces; pero es nuestro deber dar la palabra de advertencia cuando se necesita. Debe exhortar. Aquí tenemos la otra cara de la moneda. Ninguna reprensión debe ser nunca tal que deje al otro en la desesperación y sin coraje y esperanza. No sólo se ha de reprender; también se ha de animar. Además, el deber cristiano de convencer, de reprender y de animar ha de llevarse a cabo con una paciencia incansable. La palabra original es makrothymía que describe el espíritu que nunca se irrita, nunca desespera y nunca considera a nadie incapaz de salvarse. El cristiano cree pacientemente en las personas porque cree invenciblemente en el poder transformador de Cristo.
Una audiencia estúpida
Pablo pasa a describir la audiencia estúpida. Advierte a Timoteo de que se está llegando a que la gente se niegue a escuchar la sana doctrina y se amontone maestros que le hagan cosquillas en los oídos con precisamente las cosas fáciles y cómodas que quieren oír.
En los días de Timoteo era trágicamente fácil encontrar tales maestros. Se llamaban sofistas, y vagaban de ciudad en ciudad ofreciéndose a enseñar cualquier cosa por dinero. Y Sócrates decía de ellos: «Tratan de atraerse discípulos cobrando poco y prometiendo mucho.» Estaban dispuestos a enseñar la totalidad de la virtud por 1,500 o 2,000 pesetas. Le enseñaban a uno a discutir con sutileza y a usar las palabras con tal astucia que hicieran lo peor parecer lo mejor. Platón los describía sin ambages: «Andan cazando jóvenes ricos y de posición, con una educación descafeinada como cebo, y una matrícula como su objetivo para hacer dinero mediante un uso seudocientífico de los sofismas en la conversación privada, dándose cuenta de que lo que estaban enseñando era basura.»
Competían por clientes. Dión Crisóstomo describía así las ferias de las grandes ciudades: «Se puede oír a muchos desgraciados sofistas dándose voces e insultándose entre sí, y a sus discípulos, como ellos los llaman, discutiendo, y muchos autores de libro leyendo sus estúpidas composiciones, y muchos poetas cantando sus poemas, y muchos juglares exhibiendo sus trucos, y muchos magos revelando el significado de prodigios, y miríadas de retóricos enrevesando pleitos, y un sin número de comerciantes ofreciendo sus mercancías.»
En los días de Timoteo había por todas partes maestros falsos pregonando conocimientos de pacotilla. Su táctica era ofrecer argumentos por los que una persona se pudiera justificar por hacer lo que quisiera. Cualquier maestro, hasta el mismo día de hoy, cuya enseñanza tienda a hacer que las personas den menos importancia al pecado es una amenaza para el Cristianismo y para la humanidad.
En oposición a aquello, había que imponerle a Timoteo ciertas obligaciones. Tenía que ser estable en todas las cosas. La palabra original (néfein) quiere decir que ha de ser sobrio y controlado como un atleta que tiene sus pasiones y apetitos y nervios bien bajo control. Hort dice que esa palabra describe « un estado mental libre de toda perturbación y obsesión… con todas las facultades plenamente controladas, para mirar a la cara todos los hechos y todas las circunstancias.» El cristiano no ha de ser víctima de modas; el equilibrio ha de ser su norma en un mundo desequilibrado y a menudo insensato.
Ha de aceptar cualquier sufrimiento que le sobrevenga. El Cristianismo costará algo, y el cristiano ha de pagar el precio sin murmuraciones ni reparos. Ha de hacer la labor de evangelista. A pesar de la acusación y de las burlas el cristiano es esencialmente portador de buenas noticias. Si insiste en la disciplina y la autonegación es porque se puede obtener una felicidad más grande que la que aportan los placeres baratos.
No ha de dejar ningún acto de servicio sin cumplir. El cristiano no debe tener más que una ambición: ser útil a la Iglesia de la que forma parte y a la sociedad en la que vive. La oportunidad que no dejará pasar por nada no es la de un provecho barato sino la de ser de servicio a su Dios, su Iglesia y sus semejantes.
Pablo llega a la meta
Porque mi vida ha llegado al punto en que ha de ser sacrificada, y el tiempo de mi partida ha llegado. He peleado la buena batalla; he completado la carrera; he guardado la fe. Por lo demás, me espera la corona de integridad que me dará el Juez justo, en aquel Día del Señor; y no sólo a mí, sino también a todos los que han amado Su aparición.
Para Pablo el final estaba muy próximo y él lo sabía. Cuando Erasmo se iba haciendo viejo, dijo: « Soy un veterano y me he ganado la licencia, y debo dejar la milicia a los más jóvenes.» Pablo, el anciano luchador, está despojándose de sus armas para que las tome Timoteo.
No hay pasaje en todo el Nuevo Testamento que contenga más figuras gráficas que éste. « Mi vida dice Pablo- ha llegado al punto en que debe ser sacrificada.» La palabra que usa para sacrificada es el verbo spéndesthai, que quiere decir literalmente derramar como libación a los dioses. Todas las comidas romanas terminaban con una especie de sacrificio. Se tomaba una copa de vino y se derramaba (spéndesthai) a los dioses. Es como si Pablo estuviera diciendo: «El día ha terminado; es hora de levantarse y partir; y mi vida debe ser derramada como un sacrificio a Dios.» No pensaba que le iban a ejecutar, sino más bien que era él mismo el que iba a ofrecer su vida a Dios. Desde su conversión Pablo se lo había ofrecido todo siempre a Dios -su dinero, su educación, su tiempo, el vigor de su cuerpo, la agudeza de su mente, la devoción de su corazón. La vida era lo único que le quedaba por ofrecer, e iba a ponerla sobre el altar sin el menor reparo y con la mayor alegría.