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2 Corintios 2: Cuando un santo reprende lo hace con amor

Pongo a Dios como testigo en contra de mí mismo si no es verdad que no volvía Corinto porque no quería haceros daño. No lo digo porque queramos ejercer ningún paternalismo sobre vuestra fe, sino porque deseamos seguir trabajando con vosotros para produciros alegría. Por lo que se refiere a la fe, vosotros os mantenéis firmes. Pero para mi propia tranquilidad de conciencia llegué a esta decisión: No ir otra vez a vosotros con tristeza. Porque, si os entristezco, ¿quién me va a poner a mí alegre sino el que he entristecido con lo que he hecho? Ahora os escribo esta carta para que, cuando vaya, no me infundan tristeza los que deberían producirme alegría. Y es que, en realidad, nunca he perdido la confianza en ninguno de vosotros, y sigo seguro de que mi alegría y la de todos vosotros son la misma cosa. Si os escribí una carta con mucha aflicción y angustia de corazón, no fue sin muchas lágrimas, ni porque quisiera causaros pesar, sino porque quería que supierais cuánto os quiero especialmente a vosotros.

Aquí nos llega un eco de cosas tristes. Como hemos visto en la Introducción, la secuencia de los acontecimientos debe de haber sido la siguiente. La situación en Corinto había ido de mal en peor. La iglesia estaba dividida en partidos, y había algunos que negaban la autoridad de Pablo. Tratando de remediar el asunto, Pablo les hizo una visita que lejos de resolver los problemas los exacerbó aún más, hasta el punto de romperle el corazón. En consecuencia, escribió una carta muy severa de reprensión, con el corazón dolorido y abundantes lágrimas. Fue por esa razón por lo que no cumplió la promesa de visitarlos otra vez; porque, tal como estaban las cosas, no habría servido más que para causarles dolor, a él y a ellos.

En este pasaje se nos descubre el corazón de Pablo cuando tenía que ponerse severo con los que amaba.

(i) Usaba la severidad y la reprensión muy a su pesar. Las usaba sólo cuando se veía obligado a ello y no tenía otra salida.

Hay algunas personas que parece que siempre tienen la mirada enfocada para descubrir faltas, la lengua afilada para criticar y la voz áspera e hiriente. Pablo no era así. En esto, como en otras cosas, era sabio. Si siempre estamos en clave de crítica y acusación, si estamos habitualmente agresivos y duros, si reprendemos más que alabamos, el hecho es que hasta nuestra severidad pierde efectividad. Se da por descontada por lo frecuente. Cuanto más raro es que una persona reprenda, más eficaz es cuando lo hace. En cualquier caso, los ojos de una persona realmente cristiana buscan más los motivos de alabanza que los de condenación.

(ii) Cuando Pablo reprendía, lo hacía con amor. Nunca decía nada sólo para herir. Hay tal cosa como un placer sádico en ver cómo se estremece otro al escuchar una palabra cruel. Pero Pablo no era así. No reprendía para producir dolor, sino para devolver la alegría. Cuando John Knox estaba en el lecho de muerte, dijo: «Dios sabe que siempre he tenido la mente limpia de odio para con las personas a las que he dirigido mis juicios más severos.» Es posible odiar el pecado pero amar al pecador. La reprensión eficaz es la que se da con el brazo en los hombros de la otra persona. La reprensión con ardor de ira puede que hiera y aun que aterre; pero la reprensión de amor herido y condolido es la única que quebranta el corazón.

(iii) Cuando Pablo reprendía, lo último que quería era dominar. En una novela moderna, un padre le dice a su hijo: « ¡Te voy a meter en el cuerpo el temor al Dios de amor aunque sea a palos!» El gran peligro que asedia siempre al predicador y al maestro es el de creer que tenemos el deber de obligar a los demás a pensar exactamente como nosotros, e insistir en que si no ven las cosas como nosotros están en un error. El deber del maestro no es imponerles creencias a los demás, sino animarlos a pensar sus creencias por sí mismos. Su objetivo no es reproducirse en una serie de espejos opacos, sino contribuir a la formación de seres humanos independientes. Uno que tuvo como profesor a aquel gran maestro que fue A. B. Bruce dijo: «Cortaba las amarras, y nos permitía vislumbrar las aguas azules.» Pablo sabía que, como maestro, no debía ser paternalista, aunque sí debía guiar y disciplinar cuando fuera necesario.

(iv) Por último, a pesar de resistirse a reprender, y de su insistencia en ver lo mejor en los demás, y del amor que tenía en el corazón, Pablo reprendía cuando era necesario. Cuando John Knox se opuso al matrimonio de la reina Mary con don Carlos, al principio ella jugó la carta de la indignación y de la majestad ofendida, y luego la de «las lágrimas en abundancia.» La respuesta de Knox fue: «Nunca me he complacido en el llanto de ninguna de las criaturas de Dios. Apenas puedo resistir las lágrimas de mis propios chicos, a los que corrijo con mi propia mano; mucho menos puedo regocijarme con el llanto de vuestra Majestad. Pero debo mantener, aunque involuntariamente, las lágrimas de vuestra Majestad antes que atreverme a violentar mi conciencia o traicionar a mi pueblo con el silencio.» No es infrecuente el refrenar la reprensión movidos por una falsa amabilidad, o para evitarnos disgusto. Pero hay situaciones en las que evitar disgusto es almacenar disgustos, y en las que pactar una paz cómoda o cobarde es cortejar un peligro todavía mayor. Si no es el orgullo, sino el amor y la consideración lo que nos guía a buscar el bien de otros, sabremos distinguir y escoger el tiempo de hablar y el de callar.

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