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1 Corintios 13: El himno al amor

Al final del pasaje, Pablo habla de varias formas de servicio en la Iglesia. Algunas ya las había mencionado, y otras aparecen aquí por primera vez.

(i) A la cabeza de la lista coloca a los apóstoles. Eran, incuestionablemente, las grandes figuras de la Iglesia. Su autoridad no estaba confinada a un solo lugar; no tenían un ministerio localizado, sino que se extendía por toda la Iglesia. ¿Por qué tenía que ser así? La cualificación esencial de un apóstol era haber estado con Jesús durante Su ministerio público y ser testigo de Su Resurrección (Hechos 1:22). Los apóstoles eran los que habían estado en íntimo contacto con Jesús en los días de Su carne y en los de Su poder resucitado. Jesús no escribió nunca nada en papel, que sepamos; escribió Su mensaje en unas personas, que eran los apóstoles. No hay ceremonia humana que pueda conferirle a una persona una autoridad real; eso debe venir siempre del hecho de haber estado en compañía con Jesús. Una vez alguien le dijo a Alexander White después de un culto: «Doctor White, usted ha predicado hoy como si viniera directamente de la Presencia.» «Tal vez era así» -le contestó White con naturalidad. El que viene de la presencia de Cristo tiene autoridad apostólica independientemente de su filiación eclesiástica.

(ii) Ya hemos hablado de los profetas; pero ahora Pablo añade los maestros. Es imposible exagerar su importancia. Estos eran los que tenían que edificar a los convertidos por la predicación de los evangelistas y los apóstoles. Tenían que instruir a hombres y mujeres que no sabían literalmente nada del Evangelio. Su tremenda importancia consistía en lo siguiente: Marcos, el primer evangelio, no se escribió hasta alrededor del año 60 d.C.; es decir, unos treinta años después de la Crucifixión de Jesús. Tenemos que retrotraernos a un tiempo en el que no existía la imprenta, y los escasos libros que existían se tenían que copiar a mano, lo que los hacía inasequibles por su precio para la mayoría de la gente. En consecuencia, la historia de Jesús se tenía que transmitir oralmente al principio, y esa era la labor de los maestros. Y debemos recordar que un alumno aprende más de un buen maestro que de ningún libro.

(iii) Pablo habla de los que tienen la habilidad de ayudar. Eran personas que se encargaban de socorrer a los pobres, los huérfanos, las viudas, los forasteros y los marginados. Desde su mismo principio, el Cristianismo era algo eminentemente práctico. Uno puede que no tenga facilidad de palabra ni el don de predicador; pero está dispuesto a ayudar al que sea.

(iv) Pablo habla de los que la Reina-Valera llama «los que administran» (kybernesis). La palabra griega es muy interesante: se refiere literalmente al trabajo de un piloto que dirige la nave al puerto entre las rocas y los bajíos. De esta palabra griega procede la española gobierno. Pablo se refiere a los que «Como un escalofrío de anhelo insoportable, que me recorre todo cual toque de trompeta, ¡Oh, para que se salven entregar viva y alma, ofreciéndolo todo en sacrificio a Dios!»

(b) Por otra parte, tenemos al predicador que suspende a sus oyentes sobre las llamas del infierno, y da la impresión de que disfrutaría de su condenación tanto como de su salvación. Se dice que Sir George Adam Smith le preguntó una vez a un miembro de la iglesia griega, que ha sufrido mucho a manos del Islam, por qué Dios había creado tantos musulmanes; y recibió la respuesta: «Para llenar el infierno.» La predicación que no es más que amenazas, sin nada de amor, puede que aterre, pero no salva.

(iii) Puede que tenga el don del conocimiento intelectual. El peligro constante de la eminencia intelectual es la cursilería intelectual. El letrado corre el grave peligro de desarrollar un espíritu de desprecio. Sólo un conocimiento cuyo frío aislacionismo ha sido caldeado a la lumbre del amor puede salvar de veras a las personas.

(iv) Puede que tenga una fe apasionada. Hay casos en los que la fe puede ser cruel. Había un hombre que fue al médico, y este le informó de que tenía el corazón fatigado y necesitaba descansar. El hombre telefoneó a su jefe, que era un conocido cristiano, para darle la noticia, y recibió por única respuesta: «Yo tengo una energía interior que me permite seguir adelante.»

Eran las palabras de un creyente; pero de uno que no conocía el amor, y por tanto resultaban hirientes.

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