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1 Corintios 12: La confesión del espíritu

Hermanos: no quiero que estéis en la ignorancia sobre las manifestaciones del Espíritu. Ya sabéis que, cuando erais paganos, ibais a la deriva a los ídolos mudos, siguiendo impulsos caprichosos. Por tanto, quiero que os deis cuenta de que nadie que hable movido por el Espíritu de Dios puede decir: «¡Maldito sea Jesús!»; ni tampoco puede nadie decir «¡Jesús es el Señor!» a menos que le mueva el Espíritu Santo.

En la iglesia de Corinto sucedían las cosas más sorprendentes por la acción del Espíritu Santo; pero en un tiempo y un lugar en los que proliferaban el éxtasis y el entusiasmo podían darse casos de emocionalismo histérico y de engaños psicológicos al mismo tiempo que manifestaciones reales, y por eso en este y en los dos capítulos siguientes Pablo trata de las manifestaciones auténticas del Espíritu.

Este pasaje es muy interesante porque nos reproduce lo que eran los dos gritos de guerra.

(i) Está la frase Maldito sea Jesús. Esta terrible frase podría surgir de cuatro formas.

(a) Podría ser que la usaran los judíos. Las oraciones de la sinagoga incluían regularmente maldiciones de los apóstatas; y es posible que el nombre de Jesús estuviera incluido entre los tales. Además, como Pablo sabía muy bien (Gálatas 3:13), la ley judía establecía: «Maldito todo el que es colgado en un madero.» Y Jesús había sido crucificado. No sería tan raro oír a los judíos pronunciar sus maldiciones contra Ese hereje y criminal Que adoraban los cristianos.

(b) No es nada sorprendente que los judíos hicieran que los prosélitos que se sintieran atraídos al Evangelio pronunciaran esas maldiciones para no ser excomulgados del culto judío. Cuando Pablo le hace mención de sus actividades como perseguidor de los cristianos al rey Agripa, le dice: «Fui de sinagoga en sinagoga castigándolos a ver si los obligaba a maldecir el nombre de Jesús» (Hechos 26:11, nuestra traducción). Debe de haber sido muchas veces la condición para seguir en comunión con la sinagoga el pronunciar una de esas maldiciones contra el nombre de Jesucristo.

(c) Cualquiera que fuera la situación cuando Pablo estaba escribiendo esto, no cabe duda de que algo después, en los días de la persecución, se daba a los cristianos la posibilidad de evitar la muerte maldiciendo a Cristo. En el tiempo de Trajano, la prueba que imponía Plinio, el gobernador de Bitinia, a los sospechosos de ser cristianos era que maldijeran a Cristo. Cuando Policarpo, el anciano obispo de Esmirna, fue arrestado, lo que le exigía el procónsul Statius Quadratus era: «Di: «¡Mueran los ateos!» ¡Jura por la divinidad del César, y maldice a Cristo!» Y Po licarpo le contestó: «Ochenta y seis años he servido a Cristo, y El nunca me ha hecho ningún mal. ¿Cómo voy a blasfemar a mi Rey Que me salvó?» No cabe duda de que hubo un tiempo cuando los cristianos tenían que escoger entre maldecir a Cristo o morir de cualquiera de aquellas horribles maneras. «Los ateos» eran los cristianos para los paganos, porque no creían en sus dioses.

(d) Existía la posibilidad de que, aun en la iglesia, alguien en un extraño trance gritara: «¡Maldito sea Jesús!» Si aquello era una manifestación de un espíritu, es seguro que no lo sería del Espíritu Santo. También el anciano Juan tenía que advertir posteriormente de la necesidad de probar los espíritus. Aquí Pablo establece con toda claridad que nadie puede hablar mal de Jesús y atribuírselo a la influencia del Espíritu Santo.

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